TRANVIA EN LA PLAZA DE SANTA ANA.
Granada, 26 Septiembre, 1927.
Habían pasado, a ojo de buen cubero, sobre una veintena larga de años, casi treinta, desde el inicio de las obras de tendido de los carriles por donde iban a rodar los primeros tranvías de Granada, allá por 1900 o 1901, cuando ya los vemos en fotografías como ésta en perfecto acomodo con la ambientación personalísima que podía prestar a su peculiar figura, parada o en movimiento, uno de los lugares donde más se rarifica y sutiliza la esencia inextinguible e indescriptible que distingue el fino encanto de nuestra ciudad. A una importación impuesta ineludiblemente por el signo de los tiempos que, en el caso de otros artefactos y utensilios, solía aplicarse como un estigma sobre el cuerpo social que lo iba a recibir de buen o de mal grado, el recogido habitáculo metálico de esta maquinaria semoviente no había ocasionado mayor trastorno a los ya sobrevenidos y medio tolerados por el encallecido cutis de esta ciudad, refractaria de suyo a ruidosos esnobismos, que el del avellanado mordiente de los raíles sobre el pedernal de sus calles más principales para hacer posible el cansino deslizar de estos dóciles vehículos. Si en una plaza arrinconada y retraída como la de Santa Ana hasta una pomposa palmera encajada por trámite municipal en un arriate sombrío mudaba sus cálidos aires nativos para impregnarse del deje melancólico que destila cualquier jardín de Granada, mucho más podía asimilar dicho aire en tal espacio un indolente tranvía que para congraciarse con la languidez ambiente brindaba, después de guardar unos minutos de reposo obligados al punto terminal de su recorrido, una ceremoniosa vuelta de respeto para repetir en sentido inverso, como obedeciendo a un da capo, los compases andantinos de su bien aprendida carrera. A todo lo cual, siguiendo con la figuración musical, se añadía en el caso presente el ligado tenue de la frase logrado por la homogénea tintura del revelado de estos viejos cristales de donde sale transformado el presente más pedestre con los honores otoñales de una época dulcemente adormecida en una ensoñación olvidada por completo de despertar. Aunque no se aprecia muy claramente, salvo que se fije más de cerca la mirada en el tranvía, la elegancia de este modelo de siete metros, con tres grandes ventanas laterales, el linternón corrido sobre el techo y sus plataformas abiertas y romas a los extremos era el diseño más apropiado para inaugurar la implantación de este moderno medio de locomoción hacia los años en que muchas ciudades españolas despedían y recibían un nuevo siglo. Formó parte de la primera hornada del parque tranviario, la de 1904, y ya en 1927, la fecha de la fotografía, le quedaban apenas tres años de vida activa pues, como leemos en un enjundioso artículo del Sr. Peña Aguilera, fueron retirados definitivamente del servicio al comienzo de la siguiente década, en 1930. Así que contamos con la fortuna de verlos de nuevo en vida por nuestras calles fotografiados en una imagen más y, además, detenidos en un lugar cuya naturaleza condicionaba el hecho de verse como obligado término y consecuente reanudación para muchas líneas que cubrían el exiguo, por lo practicable, territorio urbano conectado con el tranvía. Un límite entre la amplitud llana y accesible de uno de los centros de la ciudad con el otro, irredento e irreductible a estas y otras modernidades, resguardado celosamente por la cañada abrupta del Darro cuyas aguas fluían a cielo abierto. Señalan los investigadores que nos suministran esta serie de datos, o en todo caso así lo entendemos con nuestro análisis, que Plaza Nueva era tanto término de una de las líneas, concretamente la 8 que arrancaba de la Avenida de Cervantes, como paso obligado de otras que proseguían su carrera hacia otras zonas cercanas de la ciudad, concretamente la 7, Puerta Real-Vistillas, que enfilaba hacia el Realejo y el cremallera de la Cuesta del Caidero. Pero, en rigor, la calle de más tráfico tranviario seria Reyes Católicos que sí estaba más próxima a la zona media entre otros puntos extremos, como el de Cocheras, situado en los confines de la ciudad más allá de la Caleta, a donde llegaba por ahí la línea 9, o la 12 que hacía el recorrido desde San Antón-Puerta Real-Gran Vía-Andaluces. Aún así, había algún tranvía que al atravesar la ciudad de un extremo a otro, podía obviar tanto Reyes Católicos como Plaza Nueva o la Gran Vía. De hecho, como bien podemos imaginar, había sido una ardua empresa casar la disposición de una ciudad surgida casi a un mismo tiempo en varios núcleos distantes y paulatinamente confluyentes, separados por la orografía, con el trazado posterior de una red de transporte colectivo que conectase y ajustase esa disparidad de origen. Incluso, para más inri, con posterioridad a la planificación de la red vino al mundo una de las calles, la Gran Vía de Colón, que en aquel entonces estaba, como si dijéramos, en mantillas y por acoplarse aún a las primeras líneas explotadas con diez años de antelación. En una de las puntas, la más encogida hacia el centro, que dibujaba la estrecha estrella recorrida antaño por los tranvías en el plano de Granada, dejaron durante un tiempo imágenes como ésta que, como parece permitirnos la demorada espera de este coche a tales horas, nos suscitan, al repasar su historia, dos cuestiones especialmente llamativas y cuyo encaje en el actual estado de la cuestión se nos antoja bien difícil. Ambas se refieren a los puntos extremos del tiempo en que tuvo lugar su paso por este punto de la ciudad, es decir, al principio y al final de los días que los vieron figurar en este bituminoso cuadro que aglutina a capricho las varias criaturas traídas al mundo por obra de edades distantes y diferentes a lo largo del transcurso de la historia. La primera se refiere a un dato ciertamente incompatible con los consabidos orígenes del tranvía en Granada cuyo desenvolvimiento, aunque sea someramente, se encuentra firmemente establecido. Lo decimos a cuenta de un dato revelado por Amanda Martínez en una sección del diario Ideal dedicada al comentario del valioso archivo gráfico que ha atesorado este periódico en los ochenta y cinco años de su ininterrumpida presencia en la vida de Granada. La periodista en uno de las entregas donde suele escribir sobre efemérides, personalidades, noticias o las transformaciones operadas en diversos espacios históricos de la capital, a propósito de un artículo en que aborda la historia del Paseo del Salón extrae numerosos datos de otra crónica firmada por Eduardo Hernández Gómez y publicada en 1946 en las páginas del mismo periódico en una sección análoga a la de la actual colaboradora titulada “De la Granada que fue”. En ella se nos dice que en una fecha imprecisa se había puesto en marcha un servicio de coches “ripert” de tracción animal , “una especie de tranvía de ruedas pequeñas que rodaban sobre raíles tirado por caballos. Su recorrido, “cito del blog de la autora que glosa el artículo original del Señor Hernández Gómez”, de Plaza Nueva a la Bomba, dejaba a los granadinos en la taberna de Frasquito, como familiarmente la llamaban, (cerca de la Cuesta de los Molinos) para hacerse con una garrafita del rico licor”, refiriéndose a la nevadina. Pues tal noticia, desconocida ni atendida por alguno de los investigadores y diligentísimos amateurs estudiosos de la historia del tranvía en Granada, nos deja en una desconcertada incertidumbre dado que ninguno de ellos bien para refutarla bien para confirmarla la mencionan en sus estudios monográficos. Uno de los investigadores, que sin cesar y con asidua frecuencia nos obsequia con partos de su prolífico talento, es tan mirado y puntilloso en atribuir a nuestra ciudad todo lo que han tenido o podido tener otras ciudades en el haber de sus notabilidades que llega a aceptar y considerar como los únicos y efectivos tranvías de sangre habidos en Granada los que arrastraron las semanas previas a su inauguración en julio de 1904 los primeros coches que, como experimento extraordinario y antes de hacerlo con alimentación eléctrica, iban remolcados pasajeramente por animales. Es sorprendente esta disparidad y discrepancia entre las fuentes que, sin ánimo ni posibilidad por nuestra parte de zanjar o decidir, nos limitamos a referir y anotar para que quien guste lo aclare y de este modo, en cualquier caso, añadamos un capitulo prehistórico o apócrifo a los que fueron sucediéndose durante algunas décadas en las calles de Granada y que hoy parecen conocer una expectante reedición, por supuesto que reservada para avenidas y ejes viarios de otra categoría a este recoleto rincón de la plaza de Santa Ana. Por último, al otro cabo de la historia, parece que, sin poder afirmarlo igualmente con conocimiento de causa, debiéramos anticipar a la fecha de junio de 1959, la que erradicó de Reyes Católicos y Gran Vía los obsoletos y románticos tranvías, otra que viese por última vez doblar en esta plazoleta el corto convoy de algunos de sus cansados congéneres. En fotografías tomadas hacia la década de los cincuenta y en la misma plaza Nueva, muchos metros antes de ésta de Santa Ana, vemos al tranviario cambiar manualmente con su pértiga el trole para proseguir la marcha en sentido contrario, circunstancia que hace pensar que ya por aquellos años se habría quedado la plaza, sin este trabajado juguete de sobre mesa en sus adoquines. Aunque resarcida con algún que otro mimo prodigado por el consistorio municipal, como el endose del Pilar del Toro, le había quedado solamente de aquella animación dispensada por el tranvía el frío recuerdo impreso en su pavimento del redondel de los raíles, arrancados o tapados en las obras de remodelación de 1973 y que no le fueron perdonados entonces ni aun a título de graciosa e inocua cicatriz.
Texto original cortesía: DIDIMO FERRER.
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